Entre el síndrome de la hoja en blanco, el de la impostora; después de centenares – quizás miles – de horas tratando de escribir, hacer fotos, filmar u obligarle a mi cuerpo a hacer algo medianamente estético; de intentos fallidos de cortos, de podcasts, de performances, quien sea, con al menos dos dedos de frente, hubiese entendido que estaba destinado a ser cualquier cosa lejos del arte. No sé a qué atribuirle mi obstinación. Cuando era chica, en casos de terquedad extrema mi mamá solía decir – me lo dice aun – : ¡y dale la burra al trigo!.
Con toda la humildad de la que soy capaz, en varias ocasiones dimití: fui profe, quise hacer producción audiovisual, ser funcionaria, hasta recepcionista. Cuanto más mi quehacer me alejaba de la creación, más desdichada me sentía. Me rendía ante la evidencia, me iba; casi siempre, sintiéndome más inútil. Las creaciones – ajenas – volvían invariablemente en forma de letras, imágenes, instalaciones. No sé estar lejos del arte pero tampoco me admite. No estar dentro, tampoco del todo fuera es una categoría dolorosa e inexistente. Escribo, de vez en cuando, pero sin disciplina ni fe: lo hago porque mi garganta hace implosión, algo me galopa dentro, vomito letras.
Cuando me he sentido abandonada por el mundo, la creación ha estado. Darme cuenta de que el arte no me necesita me ha tomado la vida entera. ¿Qué hacer con esta constatación?
A pesar de sentirme concernida por la creación parece que no le concierno en lo absoluto. Mi condición de migrasudaca, acercándose peligrosamente a los 40 no tiene nada de extraordinario. Como la gran mayoría, estoy viviendo al día y no me queda demasiado tiempo ni energía para dedicarme a algo más. Aparte, crear qué, cómo, con quién(es). Si tuviera la respuesta, ya lo estaría haciendo pero esto es una mentira porque no siempre he sido migra y aun así no lo he logrado. Me digo que me gusta mucho el arte pero yo no a él, que es asunto de privilegiados, de hijos de, de gente de mucha pasta. También sé que no es real. Quiero decir, si pretendiera ser Del Toro, sí pero me basta con hacer videítos para proyectarlos en el centro cultural de la esquina.
Después de la queja, del descontento por mi condición, no hay mil opciones sino 2: hacerlo a pesar de la incertidumbre, del cansancio, de la falta de contactos, medios, más una larga lista de etcéteras o quedarme sentada en mi sofá mientras el verano me derrite.
Mi historia con la creación se parece a la de alguien que trata de alcanzar el hilo de una cometa arrastrada por el viento. Por momentos la cinta se deja acariciar pero nunca atrapar del todo. Imposible recordar cuántas veces he pensado que no quiero ser la persona detrás del hilo de la cometa. Quizás este sea el primer paso pero tan desgastado que parece el enésimo.