No tengo demasiados recuerdos felices con la mamá de mi papá. Mi abuela Cecilia, comparada con el cliché de la Caperucita, era más bien Cruella de Vil. Me gustaba poder llamarle sin diminutivos: abuela, lo cual era impensable en la Latinoamérica de los 90.
La Cecilia sexy, viuda y culta, bromeaba poco, no le pasaba cuentas a nadie, solo nota a sus estudiantes – orgullosamente era la bruja del colegio -. Por la tarde, desde la comodidad de su cama, corregía exámenes; con la rabia a flor de piel, arruinaba las potenciales salidas de quienes no habían estudiado, con gestos firmes, siempre comentando en voz alta. A veces me sentaba a su lado, cuando llovía o me aburría, este era mi prime time. En algún momento la abuela se cansaba, me miraba y decía, mientras su mano se acercaba a una cadena que llevó alrededor del cuello hasta que fui adolescente: ¿quiénes son los dos amores de la abuela? Entonces, me ponía de rodillas sobre su cama, me acercaba a su pecho y miraba la delicada operación de sus manos abriendo este artilugio redondo, pequeño, tan cotidiano como mágico. A la izquierda estaba una foto en miniatura del abuelo, a la derecha una mía. Cuando el relicario estaba abierto yo gritaba maravillada: el abuelo Alfonso y yo. Me dejaba un momento breve para observar las dos imágenes juntas, después se levantaba para el sacrosanto café de las cuatro.
De pequeña me preguntaba cómo un fragmentito mío llegó ahí, a juntarse con uno del abuelo, qué nos decíamos a puerta cerrada y por qué yo, viva, me encontraba a la derecha del muerto.